Tuve una amiga llamada Peregrina.
Aún vive en España,
se enamoró y caso-se con Julio,
Nos olvidamos...
Partiendo de la primicia, me he zambullido en la nostalgia
por esas inacabables y dolorosas prácticas que viví para andar en bicicleta. Fue a los 15 (a lugar:
también aprendí a nadar).
Cuando la conocí -a Ella: Peregrina-, fue en una comunidad,
una Tasca virtual que tenía como guardián un Perro Verde.
Peregrina, que en mi insolente tristeza me ayudó a confrontar
mi segundo divorcio, inventó la forma más dulce de acompañarme en el proceso:
un cordón rosado. Era tan largo que atravesaba el charco y ella sostenía un
extremo, yo el otro.
Amén de que acá las mañanas eran tardes-noches en España,
nos hacíamos en la media para narrarnos las cuitas y prestarnos el pañuelo, la
copa, extinguirnos las lágrimas, poner música estridente o romántica, consagrar
los palabros y las borracheras taqueriles que me fregotearon la ruptura y el
desamor.
Así fue unos años, hasta que MSN canceló los grupos y nos echaron
a la calle con todo y mesas, bancos, cuadros, piano y cava.
Vinieron remiendos de comunidades. Nunca nos pudimos
rehacer.
Llegó el Facebook, y muchos migramos en la esperanza de
reencontrarnos. Entre los comensales topé a mi Peregrina con su Julio, nos
entusiasmamos, nos quisimos otra vez, pero el olvido de las circunstancias que
nos habían atado diluyó la agujeta rosa. Ella tomó su bicicleta marchándose a
un castillo mientras yo trepé a un acantilado.
Con los años, llegó la madurez. Peregrina me había dejado
una nota cálida y amorosa, sobre mi nueva bicicleta… en ella yo viajaría hasta
su dulce regazo; nos esperaba la sombra de un árbol, la orilla de la playa.
Concluí que en el viaje, la compañía de quienes nos dan su
abrazo es continua hasta que los caminos se descruzan para laminar otros, y en
esos otros, al paso del tiempo, volver a amarnos.